La seducción requiere de la ocultación; la obscenidad es, en cambio, la revelación sin etapas intermedias, la transparencia sobreexpuesta, la desnudez que se entrega a costa de la expectativa. Pero lo obsceno también tiene sus sutilezas. Por ejemplo, además de “enseñar carne”, la pornografía requiere de un código de significación al descubierto: La pornografía (me limito a referirme a la pornografía convencional) no funcionaría si la modelo no aparentara derretirse de deseo o placer ante la cámara. No sería posible, inclusive cuando su desnudez, física y psicológica, es abiertamente imperativa, y dice: “Deseo a pesar de que no te deseo; tú también desea al margen de tu circunstancia”.
Esa misma condición irónica de la expresividad obscena la explotan los payasos. Ahí están las reglas: el payaso provocando placer gracias a su constante fracaso, y teniendo que ostentar, a despecho de su suerte, una emoción pintada en la cara, del todo transparente, convencional y sin relación posible con lo que el actor pudiera estar sintiendo. Y aún cuando no seamos caritativos con él, a veces no logramos evitar la empatía. Pienso precisamente en Charlot. El clown de Chaplin tiene éxito porque detrás de nuestro reír de su tristeza, nos complacemos en vernos retratados como felizmente explotados, felizmente desgraciados, felizmente miserables. De modo que aquí estamos ante una emoción que surge de la manera más embrollada: aparece representada por medio de un complicado juego de espejos, que se efectúa en el espectador no a raíz de que simpatizan con el actor, sino porque simpatizan consigo mismo, a sabiendas de que lo que tiene enfrente es demasiada representación.
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– En Luna Córnea 29. Maravilla (Conaculta, Centro de la Imagen, Cenart, 2006). Disponible en librerías Educal