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Lee Miller en México

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Por Brenda Béjar

Me emocionan especialmente las mujeres del surrealismo, así que cuando me enteré de que llegaría una retrospectiva de Lee Miller a México —por primera vez— di un pequeño saltito de emoción. Eso sí: casi imperceptible para no asustar a nadie.

La historia de esta fotógrafa, una de las más importantes del siglo XX, es interesantísima: creció con un papá que en sus tiempos libres se entretenía con cámaras oscuras, así que el interés fue heredado. A los 19 años, fue descubierta por Condé Montrose Nast, director de la revista Vogue, en una de esas formas que sólo pasan en las películas: caminaba por la calle cuando un taxista estuvo a punto de atropellarla, y él la ayudó.

Así fue como inició su carrera en el modelaje y, siguiendo todos los clichés posibles, posó para los mejores fotógrafos de la época, incluido Edward Steichen, quien, después, la recomendaría como asistente para el artista modernista Man Ray. Éste la aceptó y vivió con él durante tres años, tiempo en el que se convirtió en su musa, aprendiz y amante.

Esta muestra forma parte de la sección de Colecciones Internacionales del Festival Internacional Foto México.

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La Fotografía del Surrealismo Traducción de Margarita Esther González

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¿Cuándo tendremos lógicos dormidos, filósofos dormidos?

Me gustaría dormir para rendirme a los soñantes…
—Manifiesto surrealista

Es una paradoja. Tal parece que no puede haber surrealismo y fotografía, sino sólo surrealismo o fotografía, pues el surrealismo se definió, desde el principio, como una revolución en los valores, una reorganización en la manera misma de concebir lo real. En consecuencia, como declaró su líder y fundador, el poeta André Breton, “para una revisión total de los valores reales, la obra de arte plástica se referirá al modelo puramente interno o cesará de existir”.

Las “creaciones puras de la mente” podían surgir durante el sueño, la libre asociación, los estados hipnóticos, el automatismo, el éxtasis o el delirio. Si la pintura aspira a cartografiar estas profundidades, la fotografía parecería un medio poco apto para ese fin. Es indudable que en el Primer manifiesto surrealista (1924), el rechazo de Breton a “la forma real de objetos reales” se expresa, por ejemplo, en su repudio al realismo literario de la novela del siglo XIX que desdeñaba, precisamente, por su carácter fotográfico. “¡Y las descripciones!”, deploró. “Nada se compara con su futilidad: son sólo imágenes sobreimpuestas tomadas de un catálogo, el autor (…) aprovecha cada oportunidad para enviarme esas tarjetas postales, intenta que comparta su parecer acerca de lo obvio”. Las numerosas fotografías que ilustran la “novela” de Breton, Nadja (1928), a fin de soslayar la necesidad de las descripciones mencionadas, decepcionaron al autor: para él, las fotos parecían despojar de su aura los lugares mágicos por los que había transitado, hasta convertirlos en algo “muerto y decepcionante”.

Sin embargo, eso no impidió que Breton continuara actuando conforme al llamado que promulgó en 1925, al cuestionar, “¿cuándo esos libros de algún valor dejarán de ser ilustrados con dibujos que sólo parecen fotos?”. Las fotos de Man Ray y de Brassaï que ornamentaron las secciones de su novela El amor loco (1937), publicada por vez primera en el periódico surrealista Minotaure, sobrevivieron en la versión final. Así, en una de las articulaciones más importantes de la experiencia surrealista de los años de 1930, la fotografía continuó, como dijo Breton, “interviniendo”.

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La Razón

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