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Josef Koudelka: ‘He vivido la misma mierda que viven los refugiados sirios’

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FRANCE. Hauts de Seine. Parc de Sceaux 1987.

Josef Koudelka es un fotógrafo de los que creen en su oficio como en un único dios verdadero. Iba para ingeniero aeronáutico, pero un vecino el panadero le enseñó una cámara y aquello provocó un cortocircuito en aquel muchacho checoslovaco que tenía en los ojos la expresión más salvaje del barrio. Cuando andaba enredando en las entrañas de un avión, sintió un calor extraño. Eso que algunos llaman revelación y que se parece a un golpe de azar inconcreto. «Podría haber tenido una vida más formal como ingeniero, pero me di cuenta de que no quería morir de aburrimiento a los 30 años. Lo que quería saber de esa profesión ya lo sabía, así que cogí una cámara con el instinto del que sabe que jamás dejará de aprender. Y así así ha sido».

Josef Koudelka pertenece a una generación laminada. La de aquellos que nacieron en Checoslovaquia, en la región de Moravia, en 1938. Josef Koudelka tiene nacionalidad francesa. Pero en sus fotos cabe un rumor inquetante, a la manera de otro checo: Franz Kafka. Este último llamó Josef K. al protagonista de una novela asfixiante: ‘El proceso’. Y por momentos de falta de aire aire también ha pasado la biografía de Koudelka, al que ahora llamaremos (con permiso) el otro Josef K.

Es uno de los míticos en la escudería de la Agencia Magnum. Ingresó en la gran ‘secta’ cuando Elliott Erwitt vio algunas de las fotos que en 1968 realizó a pie de calle, en los días de la Primavera de Praga, cuando los tanques soviéticos irrumpieron en la ciudad con vocación de aplastarla. Koudelka se encontró por azar con aquel asedio, con aquel atropello. Había llegado un día antes a Praga después de fotografiar gitanos y de deambular por Europa. «Cuando tomé aquellas imágenes no sabía las cosas que sé ahora. Digamos que trabajé impulsado por una suerte de necesidad», explica el fotógrafo. Detrás de él, en la sala de exposiciones de la Fundación Mapfre en la calle Bárbara de Braganza de Madrid, está fijada la realidad de aquellos días. Son algunas de sus mejores instantáneas. Siempre en blanco y negro. De sus tantos viajes. De sus agonías. De su estupor. Una muestra necesaria, de la que es comisario Matthew Witkovsky y que permanecerá abierta hasta el 28 de noviembre.

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Iturbide tras los pasos de Larraín

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Por  Vivian Berdicheski

Graciela Iturbide (México, 1942), una de las fotógrafas contemporáneas más reconocidas, cuenta que se tomaba la cabeza con sus dos manos cuando en Chile hace 15 años preguntaba por Sergio Larraín y nadie parecía conocerlo. No entendía cómo uno de sus fotógrafos favoritos podía vivir en el olvido en su propio país. En esa época el artista chileno residía en Ovalle, alejado de la civilización, dedicado a desarrollar su lado místico, luego de una brillante carrera en Europa y Estados Unidos.

La primera vez que tuvo referencia de Larraín fue a través de Aperture, revista en la que los dos aparecen en un reportaje sobre fotógrafos latinoamericanos; luego vio algunas cosas de él en la Agencia Magnum, y ambos expusieron en el Festival de Arles. Pero nunca lograron encontrarse.

A fines de mayo, la artista mexicana visitó el país para inaugurar la muestra “Graciela Iturbide, Fotografías”, retrospectiva que se exhibe en el GAM hasta el 12 de julio. En conversación con Capital, reconoce la inspiración de Larraín en su trabajo; de hecho estuvo en Valparaíso siguiendo su rastro. Eso sí, no quiso hacer un recorrido por los lugares que retrató el autor de Rectángulo en la mano, porque –asegura– “le pertenecen a él”.

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Cartier-Bresson pecaba de naturalidad

PORTADA

Escenas repletas de un ambiente surrealista natural en calles de los años treinta es lo que Henri Cartier-Bresson captó para conectarse con México. Sus recorridos por lugares como La Lagunilla y La Merced, su andar por Oaxaca y Puebla, así como su entrañable amistad con personajes como la novelista Lupe Marín y el también fotógrafo Manuel Álvarez Bravo, fueron testigos de la gran capacidad que el fotógrafo francés tenía al tomar el momento efímero en que la importancia del tema se daba a conocer en la forma, el contenido y la expresión; era para Cartier–Bresson, la composición perfecta.

Su pasión por el arte despertó desde muy joven. Se enamoró de la cámara y la pintura en 1920, época en la que pintaba lienzos en donde se notaba la influencia de los artistas Marx Ernst y Paul Cézanne. Ya con su Leica, el considerado por muchos como el “padre del fotorreportaje”, llegó a cubrir de negro las partes niqueladas de su cámara para pasar inadvertido por prácticamente todo el mundo. Estaba en el punto exacto de la escena, ni un minuto antes ni uno después, las instantáneas simplemente pecaban de naturalidad.

Junto con sus amigos y fotoperiodistas Robert Capa, David Seymour, William Vandivert y George Rodger, decidió fundar la agencia Magnum. El objetivo era tener un espacio de creación que no estuviera sometido a las ataduras convencionales del periodismo que no podía ser subjetivo, o del arte que no podía ser objetivo.

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