Por Peio H. Riaño
Todas las grandes historias empiezan en Nueva York y acaban en París. Paul Strand (1890-1976) inauguraba la suya con una visión inquietante: decenas de sombras deambulan por lo que podría ser el decorado de una ciudad gigante hecha a medida, pero no es más que Wall Street. Sombras recortadas sobre monumentales muros de hormigón que hacen de ellas seres ridículos y minúsculos. “Ha sido aquí, en América, altar supremo del culto al nuevo dios, donde el significado profundo de una máquina –la cámara- ha sido revelado”, escribió el artista considerado como el fundador de la fotografía documental moderna.
En su trabajo no quiso “expresarse a sí mismo”, tanto como cuajar una “investigación”. “Yo quería aceptar los problemas que me plantease no el arte, sino la vida. La existencia cotidiana de los seres humanos”. ¿El arte o la vida? Strand nunca lo dudó: el objetivo no era el arte. No le interesaban los instantes decisivos, ni el azar, prefería la paciencia y la reflexión. “La acumulación en lo profundo del ser”. Fue un espía del alma. Esas manchas negras que recorren la calle neoyorquina son inquietantes, pero no guardan relación alguna con la entrega a la belleza.
Strand no hace retratos favorables. No regala nada. Una buena parte de ellos van a poder verse en la Fundación Mapfre (Madrid), a partir del miércoles, en una retrospectiva de seis décadas de carrera, resumidas en algo más de 200 obras y tun recorrido en tres partes. También se proyecta el cortometraje Manhatta (1921). Es su primera película, está realizada junto con Charles Sheeler, carece de argumento dramático y es un homenaje a la gran metrópoli y a sus gentes corrientes, a partir de un planteamiento muy fotográfico.
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