La camera translúcida, por Armando Bartra

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Si la alternancia del día y la noche es nuestro reloj primigenio, representarla es documentar el tránsito de las cosas. Todo cuanto existe en nuestro entorno tiene un rostro diurno y otro nocturno, y cuando la fotografía da testimonio de esas dos caras, recupera el tiempo congelado en el colodión.

La proeza es lograrlo con la magia de una sola imagen; reunir el día y la noche en una módica máquina del tiempo capaz de miniaturizar y condensar la cósmica sucesión de las jornadas.

En los salones victorianos del siglo XX, este prodigio se lograba con solo girar el visor estereoscópico, pues a contraluz ciertas imágenes se animaban de bullicio nocturno, los faroles se encendían, parpadeaban las ventanas, y en el cielo de pronto oscurecido, espiaba la luna.

La noche en el reverso.   ¿Cómo transformar en segundos una imagen sepia, diurna y fría en una colorida y acogedora visión nocturna? El procedimiento se le ocurrió a Cario Ponti, un suizo avecindado en Venecia desde los primeros cincuenta del XIX que, además de registrar y vender fotografías de paisaje urbano a los ya numerosos turistas de entonces, era inventor de ingenios ópticos; uno de los cuales, el Megalethoscopio, ganó una medalla de oro en la Exposición Mundial de 1862 en Londres.

El artilugio premiado era un visor para grandes imágenes fotográficas, que podían observarse primero con iluminación directa y luego a contraluz. Para lograr el efecto de día y noche, las fotografías se imprimían sobre material translúcido, se les hacían pequeños cortes y perforaciones en los puntos que se querían brillantes y se decoraban al dorso con colores delgados y en ocasiones figuras; intervención oculta que sólo aparecía cuando se iluminaba la imagen por detrás. Pero el aparato de Ponti era engorroso y poco comerciales sus grandes transparencias, de modo que para que el invento se populariza a fue necesario combinar el principio del Megalethoscopio con el de la estereoscopía.

El mundo en un visor.  Los pares de imágenes casi idénticas que producen un efecto tridimensional , son tan antiguas como la fotografía, pero se generalizaron en los primeros cincuenta del XIX, impresas en papel fotográfico y adheridas a una base rectangular de cartón que se colocaba en el soporte del visor.

Disfrutar vicariamente de viajes por lugares exóticos, sumergirse en narraciones icónicas de índole dramática, humorística, sicalíptica o edificante, era pasatiempo socorrido de las salas victorianas, y hasta bien entrado el siglo XX toda familia acomodada disponía de uno o más visores; desde los modestos y portátiles de madera o metal, hasta los de pie que se accionaban con manivela. En los setenta del XIX, las imágenes estereoscópicas se vendían por millones, y pronto algunos editores empezaron a incorporarles el invento de Ponti, calando y pintando a mano el dorso de las fotografías.

Pese a lo delicado y laborioso de la intervención, las estereoscopías translúcidas se multiplicaron, dotando hasta a los hogares más modestos de una inagotable galería de imágenes coloridas, animadas y en tres dimensiones. Así, en pleno siglo XIX, en un mundo que aún se iluminaba con velas y gas, la cultura visual se iba adueñando del imaginario colectivo.

–  Luna Córnea 19. Tiempo (Conaculta, Centro de la Imagen, 2000, Bilingüe). Disponible en librerías Educal

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