Todo comenzó para él desde las entrañas mismas del México de la posrevolución. Un joven de apenas veintiún años, instalado ya como fotógrafo al lado de su amigo Gilberto Martínez Solares, fue requerido la tarde un miércoles de marzo de 1929 para asistir nada menos que a una ejecución. Se trataba del juicio por insurrección del general Jesús Palomera López quien se había alzado en Michoacán contra el gobierno delahuertista. Al caer el día, un militar llegó hasta su estudio de la calle de Hidalgo, y lo conminó -es un decir– a acompañarlo con su cámara no si antes preguntarle si sabía fotografiar con magnesio, evidentemente, porque la noche les esperaba. El novel fotógrafo pronto se daría cuenta de los sucesos que iba a presenciar y que obligadamente él mismo habría de registrar, a las orillas de la capital, en las gélidas como monumentales instalaciones de la escuela de tiro: el fusilamiento del general sublevado. Tres fotografías de su autoría se llegarían a publicar en la crónica de los sucesos.
El ajusticiado –escribió un anónimo redactor de ahí mismo– llegó relativamente tranquilo hasta el paredón, en donde quitó algunas piedras que le estorbaban para darse derecho, esto después de escribir unas líneas para su esposa y después quitándose el reloj, y sacando del saco otros objetos los dio a un oficial de su amistad para que los entregara a la misma persona. Segundos después, la fatídica voz de mando se dejaba oír y el cuerpo del general Palomera López caía por tierra sin vida, destrozado por las balas de los soldados que formaron el cuadro. No obstante que no daba señales de vida, fue preciso darle el tiro de gracia, enviando después el cuerpo al Hospital Militar.1
Las imágenes fueron entregadas por el joven Gabriel Figueroa esa misma noche a sus contratantes militares. Aunque, todo así lo indica, el fotógrafo se quedaría con algunos negativos de donde salieron unas fotos que, después de recibir la sugerencia de su también socia, Rafael Carrillo, vendería al único periódico que se las aceptaría. Y así, siguiendo los buenos oficios periodísticos de dar a conocer los sucesos de la víspera, aparecieron en la primera plana de La Prensa el jueves siguiente. Sólo en ese diario y en ninguno más. Suceso que sorprendería al novel fotógrafo ya que no tenía permiso para dar a conocer por su cuenta los hechos. Sin saber lo que pasaría y un tanto temeroso por tal osadía se fue hacia Puebla por unos días. Cuarenta y ocho horas después entraría en contacto telefónico con su socio, encaminador de almas: «[…] me dijo que regresara –recordaría después–, que no pasaba nada, y que el día anterior habría ido un militar que lo había ido a llevar a fotografiar otros juicios sumarios de la revuelta escobarista». 2
Leer texto completo a partir de la pág. 233, en Luna Córnea:
– En Luna Córnea 32. Gabriel Figueroa: Travesías de una mirada (Conaculta/ Centro de la Imagen/ Cenart, 2008). Disponible en librerías Educal.