La mañana del 20 de septiembre de 1985, Olivier Debroise esperaba un taxi en la esquina de avenida Juárez y Paseo de la Reforma. Estaba a su lado una mujer, enjuta, triste, cabizbaja, de pelo ondulado, corto: era Lola Álvarez Bravo, la fotógrafa. Olivier cargaba unas bolsas, de esas del mercado, de colores: contenían los negativos de la obra de la artista visual: las fotos a Frida Kahlo, los muralistas, sus paisajes de Acapulco, su visión de las vecindades del Centro Histórico, un mundo en sus ojos con la cámara Graflex que fuera de Edward Weston y le compró a Tina Modotti… Huían de los estertores que habían había dejado el terremoto en ese cuadro de la ciudad.
Olivier no pudo comunicarse con Lola el 19 de septiembre después del temblor. El primer cuadro de la ciudad quedó incomunicado, pero él pudo ir en el transcurso del día y ponerse de acuerdo con ella para dejar la zona de desastre. «No sin mis negativos», le dijo la pionera, defensora de los derechos autorales de los fotógrafos. El crítico de arte –autor de Diego de Montparnasse. Figuras en el trópico y Fuga mexicana–, se fue directo al departamento de avenida Juárez donde vivía la fotógrafa. De su cajonero de negativos extrajeron las joyas de su lente: «El ensueño», «Homenaje» la garza muerta en la playa que rememora a Salvador Toscano–, «El ensueño de los pobres», sus originales que han dado la vuelta al mundo pero que es ese cajonero son el porqué de sus ojos: una historia a la espera de un biógrafo. Miles de negativos para su resguardo en tiempos de vandalismo por la crisis que provocó la naturaleza.
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